No nos encontramos aquí frente a “marxismo cultural”, ni frente al “marxismo” a secas, ni mucho menos frente al comunismo. Todo lo contrario. La izquierda posmoderna –y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas– tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro.
Deconstrucción de la izquierda posmoderna – Parte I
por Adriano Erriguel *
21 de septiembre de 2018
Toda lucha por la hegemonía política comienza por una definición del enemigo. Pero siendo la política el ámbito por excelencia del antagonismo, está claro que esas definiciones nunca pueden ser neutrales. No estamos aquí en el campo de la probidad intelectual, ni en el de las pautas verificables de objetividad y precisión. Toda lucha política aspira a movilizar un capital emocional, se apoya en recursos retóricos, intenta arrastrar al antagonista hacia un terreno de juego amañado. En esa tesitura, aquél que determina los códigos lingüísticos ha ganado la partida. No en vano, la hegemonía consiste precisamente en eso: en un juego. O más exactamente, en juegos de lenguaje.
El pensamiento hegemónico de nuestros días – todo eso que el politólogo norteamericano John Fonte bautizaba hace años como progresismo transnacional – ha impuesto de forma aplastante su definición del enemigo. Todo aquél que se enfrente a su visión mesiánica del futuro – un mundo postnacional de ciudadanía global, en el que una gobernanza mundial irá desplazando a las soberanías nacionales – se verá inmediatamente tildado de reaccionario, de ultraconservador o de populista, cuando no de algo peor.[1]
Caben pocas dudas: en el debate público actual casi todas las cartas están marcadas. Si bien el lenguaje nunca es neutral, hoy está más trucado que nunca. Pocos diagnósticos más erróneos – entre los formulados en el siglo XX– que aquél que profetizaba el “fin de las ideologías”. Hoy la ideología está por todas partes. La prueba es que asistimos a la imposición de un lenguaje extremadamente ideologizado, si bien de forma subrepticia y con el noble aval de poderes e instituciones.
¿Un lenguaje ideologizado? Aunque por su omnipresencia parezca invisible, ese lenguaje existe y es el instrumento de una sociedad de control. El control comienza siempre por el uso de las palabras.
¿Qué tipo de palabras? ¿Cómo se organizan?
Si intentamos una clasificación somera podemos distinguir varias categorías. Por ejemplo: las palabras–trampa, aquellas que tienen un sentido reasignado o usurpado (“tolerancia”, “diversidad”, “inclusión”, “solidaridad”, “compromiso”, “respeto”); las palabras–fetiche, promocionadas como objetos de adoración (“sin papeles”, “nómada”, “activista”, “indignado”, “mestizaje”, “las víctimas”, “los otros”); los términos institucionales, santo y seña de la superclase global (“gobernanza”, “transparencia, “empoderamiento” “perspectiva de género”); los hallazgos de la corrección política (“zonas seguras”, “acción afirmativa”, “antiespecista”, “animalista”, “vegano”); los idiolectos universitarios con pretensiones científicas (“constructo social”, “heteropatriarcal”, “interseccionalidad”, “cisgénero”, “racializar”, “subalternidad”); los eufemismos destinados a suavizar verdades incómodas: “flexibilidad” y “movilidad” (para endulzar la precariedad laboral), “reformas” (para designar los recortes sociales), “humanitario” (para acompañar un intervención militar), “filántropo” (más simpático que “especulador internacional”), “reasignación de género” (más sofisticado que “cambio de sexo”), “interrupción voluntaria del embarazo” (menos brutal que “aborto”), “post–verdad” (dícese de la información que no sigue la línea oficial).
Especial protagonismo tienen las “palabras policía” (George Orwell las llamaba blanket words) que cumplen la función de paralizar o aterrorizar al oponente (“problemático”, “reaccionario”, “nauseabundo”, “ultraconservador”, “racista”, “sexista”, “fascista”). Destaca aquí el lenguaje de las “fobias” (“xenofobia” “homofobia”, “transfobia”, “serofobia”, etcétera) que busca convertir en patologías todos aquellos pensamientos que choquen con el código de valores dominantes (pensamientos que, inevitablemente, formarán parte de un “discurso de odio”). Sin olvidar las palabras–tabú: aquellas que denotan realidades arcaicas, inconvenientes y peligrosas (“patria”, “raza”, “pueblo”, “frontera”, “civilización”, “decadencia”, “feminidad”, “virilidad”). [2]
La “Nuevalengua” (Newspeak) de la corrección política tiene dos características: 1) se transmite de forma viral por el mainstream mediático 2) su utilización funciona como un código o “aval” de conformidad con la ideología dominante. El objetivo de la Nuevalengua– como Orwell demostró en “1984”– es determinar los límites de lo pensable. Por eso la hegemonía construye su propio vocabulario, decide sobre sus significados y se atribuye el monopolio de la palabra legítima. De esta forma, cualquier atisbo de rebelión contra el “pensamiento único” se encuentra, ya de entrada, “encastrado” en el campo semántico del enemigo.
Pero ¿qué enemigo?
Los objetores al pensamiento único necesitan definir a qué se enfrentan aquí. Y como estamos hablando de relaciones de antagonismo, la definición, lejos de ser neutral, debe contener un elemento peyorativo que asegure su eficacia política. Los objetores al pensamiento único deben construir su propio campo semántico, deben aprender a jugar los juegos de lenguaje.
¿Quién manda aquí?
En los estudios sobre filosofía del lenguaje es un lugar común citar un famoso pasaje de “Alicia a través del espejo”, de Lewis Carroll. Recordemos el episodio. Alicia dialoga con Humpty Dumpty, el grotesco personaje con forma de huevo, criatura del folklore inglés. En un momento dado, Humpty Dumpty utiliza palabras con un significado aparentemente ajeno al contenido de la conversación. Cuando Alicia se lo reprocha, el diálogo sigue de la siguiente forma:
– “Cuando yo uso una palabra – dijo Humpty Dumpty en un tono desdeñoso – quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.
– La cuestión – insistió Alicia – es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
– La cuestión – zanjó Humpty Dumpty – es saber quién es el que manda…, eso es todo”.
En su fabulación, Lewis Carroll capturaba de forma sencilla algo que, años más tarde, se convertiría en el gran campo de minas de la filosofía posmoderna: el cuestionamiento de la idea de significado, el desafío a las teorías tradicionales del lenguaje y de la cultura, el post–estructuralismo y la deconstrucción. Básicamente, lo que los filósofos del lenguaje venían a decir – en la línea de Wittgenstein y de Humpty Dumpty – era que el lenguaje se constituye en una serie de “juegos”, y que los enunciados o declaraciones se agrupan en tipologías diferentes que dependen de reglas compartidas y producen una relación entre los hablantes, de la misma forma en que los juegos requieren reglas y generan una relación entre los jugadores. En ese sentido los diálogos pueden ser vistos como una “sucesión de maniobras”: “hablar es luchar” en el sentido de “jugar”. La conclusión esencial de todo esto es que “al ganar una ronda, al replicar de forma inesperada, al alterar los términos del debate, al disentir frente a la posición dominante, podemos alterar las relaciones de poder, aunque sea de forma imperceptible”.[3]
La cuestión es saber quién manda. Aquél de los jugadores que acepte como propio el campo semántico del enemigo, o que maneje un código lingüístico obsoleto, está perdido de antemano.
La lucha por el lenguaje forma parte de un gran fenómeno posmoderno: las guerras culturales.
El Gran Juego
Nuestra aldea global está inmersa en un “gran juego”. Ese juego puede definirse acudiendo a un concepto nacido en el mundo anglosajón: las “guerras culturales”. Lo que ese concepto quiere decir es que la política ha desbordado el ámbito estricto de las doctrinas políticas y los programas electorales. Hoy más que nunca – como lo vio Gramsci hace casi un siglo– todo es política. Tradicionalmente es la izquierda la que mejor lo ha comprendido, y por eso lo ha politizado absolutamente todo: el lenguaje por supuesto, pero muy especialmente todo aquello que atañe a la vida privada y a los aspectos más íntimos de la persona. En la parte que le toca, la derecha – inspirada en los principios del liberalismo clásico – abandonó la vida privada al albedrío de cada individuo y se centró en la gestión de la economía. Una derecha gestionaria frente a una izquierda de valores: esa ha sido – grosso modo y simplificando mucho – la situación durante las últimas décadas. Pero algo ha cambiado en los últimos años. El primer resultado tangible de ese cambio se ha visto en los Estados Unidos, el laboratorio principal de esa “izquierda de valores” que sigue constituyendo, hoy por hoy, el pensamiento hegemónico.
Los meses que precedieron a la victoria de Trump en noviembre 2016 no fueron una campaña electoral al uso, sino más bien la culminación de una “guerra cultural” que se venía librando desde hacía años. Más allá de las estridencias del personaje, lo importante de Trump es el fenómeno social y cultural que representa, y que hizo posible la incubación de este inesperado terremoto político. Lo que ocurrió fue que, ante la dictadura de la corrección política, las fuerzas disidentes habían empezado a construir su propio campo semántico, a quebrar el “marco” lingüístico definido por el enemigo.
Las “guerras culturales” se configuran como un concepto clave para los años venideros. La vieja derecha – la llamada derecha “civilizada”– con su discurso legalista y tecnocrático se encuentra en este terreno completamente perdida. Confiada en el fondo en su superioridad intelectual (acreditada, a su juicio, por la gestión económica) esa derecha se limita a asumir como propias las cruzadas culturales definidas desde la izquierda, transcurridos (eso sí) los plazos preventivos de aclimatación. La razón de fondo es que, en realidad, esa derecha asume el mismo marco mental que la izquierda: la historia tiene un “sentido” que sigue el curso del progreso.
Pero volvemos a la pregunta anterior. Para los disidentes frente al pensamiento hegemónico: ¿cómo definir al enemigo?
La cosa se complica tras la irrupción, durante los últimos años, de un nuevo elemento: una izquierda populista estimulada por la crisis financiera de 2008. En realidad, esto no constituye ninguna sorpresa. La llegada del populismo de izquierdas se ha visto preparada, durante las últimas décadas, por el aplastante predominio – en los ámbitos cultural, académico y mediático– de la izquierda posmoderna. Existe una relación de continuidad entre los nuevos movimientos de izquierda (llámense populistas, radicales, de extrema izquierda o como se quiera) y la izquierda posmoderna. Ambos comparten los mismos dogmas, el mismo sustrato cultural, la misma mitología progresista. Ambos son el ecosistema natural de la “corrección política”. Ambos son coetáneos del período de máxima expansión del neoliberalismo (una coincidencia nada casual a la que nos referiremos más tarde). Para calificar al pensamiento de esa izquierda posmoderna algunos utilizan el término de “marxismo cultural”. Para calificar a esa izquierda populista muchos continúan refiriéndose al comunismo o al “neo–comunismo”, como si éste fuera una amenaza real, como si éste tuviese la capacidad de reproducir la experiencia totalitaria del siglo XX.
Pero estas definiciones responden a categorías obsoletas. No nos encontramos aquí frente a “marxismo cultural”, ni frente al “marxismo” a secas, ni mucho menos frente al comunismo. Todo lo contrario. La izquierda posmoderna –y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas– tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro.
Pero eso es algo que a primera vista no parece tan claro. Es muy cierto que la izquierda radical usa y abusa de una retórica “retro” (el “antifascismo” en primer lugar) y reclama para sí el patrimonio moral de las luchas “progresistas” del pasado. Pero con ello lo único que hace es parasitar una épica revolucionaria que no le corresponde. En realidad, la apuesta ideológica de la izquierda en todas sus variedades (desde la socialdemócrata hasta la más radical o populista) se inscribe de facto en la agenda de la globalización neoliberal. Y si su pensamiento es a veces calificado como “marxismo cultural”, ello obedece al peso del viejo lenguaje, así como a la rutina mental de la derecha habituada a categorizar como “comunista” todo lo que no le gusta.
Pero no, no nos encontramos en vísperas de un “asalto a los cielos” leninista, ni en el de una socialización de los medios de producción, ni en el de una dictadura del proletariado. Todo lo contrario: el escenario es el de la dictadura de una “superclase” (overclass) mundializada, apoyada en técnicas de “gobernanza” posdemocrática. Un escenario en el que la izquierda radical ejerce las funciones de acelerador y comparsa, preparando el clima cultural propicio a todas las huidas hacia adelante de la civilización liberal. Frente a los desafectos, la izquierda radical asegura – con su celo vigilante e histeria correctista– una función intimidatoria y represora que adquiere tintes parapoliciales. Tareas todas ellas perfectamente homologadas por el sistema.
¿De dónde vienen, pues, los equívocos? En el mundo de las ideas no hay blancos y negros. El vocabulario actual de la corrección política se nutre, sin ninguna duda, de una incubación en el posmarxismo de la Escuela de Frankfurt y sus epígonos. Ahí está el origen de un malentendido – el pretendido carácter “marxista” de la ideología hoy dominante – que la guerra cultural anti–mundialista debería deshacer de una vez por todas, si quisiera asumir una definición eficaz del enemigo.
Conviene para ello hacer un poco de historia.
Los auténticos enterradores del marxismo
Suele pensarse que el fin del marxismo como ideología política tuvo lugar en 1989, con la caída del “socialismo real” y el derrumbe de la URSS. Pero lo cierto es que el marxismo había sido enterrado muchos años antes, y que bastantes de sus enterradores pasaban por ser discípulos de Marx.
En realidad, el acontecimiento que supuso el canto de cisne del marxismo fue la revolución de mayo 1968, el momento en que el movimiento obrero fue desplazado por un sucedáneo: el “gauchismo” liberal–libertario.[4] Pero la epifanía progre de los estudiantes de París y de Berkeley había sido prefigurada – con varias décadas de antelación – por el corpus teórico (también llamado “teoría crítica”) de la “Escuela de Frankfurt”. Fueron los intelectuales del “Instituto para la Investigación Social” fundado en 1923 en esa ciudad alemana los que provocaron, desde dentro, la implosión del marxismo. Muchas de las ideas y temas impulsados por esos intelectuales se encuentran en el origen de los condensados ideológicos que hoy conforman la ideología mundialista.
Desde sus primeros años y durante su etapa de exilio en los Estados Unidos, la Escuela de Frankfurt arrumbó en el desván de la historia el dogma central del marxismo ortodoxo: el determinismo económico, la idea de que son las condiciones materiales y los medios de producción (la infraestructura) los que determinan el curso de la historia, la visión fatalista de un triunfo inevitable del socialismo. Lo que a los intelectuales de Frankfurt les interesaba era la acción sobre la “superestructura”, puesto que son las condiciones culturales – más que la economía – las que determinan la reificación y la alienación de los seres humanos. Algo que Georg Lukács ya apuntaba en “Historia y conciencia de clase” (1923), la obra fundadora del marxismo occidental. No en vano todas las luminarias de la escuela – Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Herbert Marcuse – se centrarían casi exclusivamente en la crítica cultural, dejando de un lado las cuestiones económicas. Lo cual nos lleva al segundo golpe – todavía más letal – que la escuela de Frankfurt iba a propinar al marxismo ortodoxo.
Al centrar sus denuncias en la reificación y la alienación de los seres humanos – y no en las condiciones económicas de explotación capitalista– estos intelectuales desplazaban el fin último de la transformación social: ésta ya no se reduciría a la abolición de las injusticias sociales, sino que se centraría en la eliminación de las causas psicológicas, culturales y antropológicas de la infelicidad humana. En esa línea, estos autores se esforzarían en establecer pasarelas entre el materialismo histórico y pensadores ajenos a esa tradición, tales como Freud (es el llamado “freudo–marxismo”) o – en un improbable ejercicio de malabarismo intelectual – el mismísimo Nietzsche. En realidad, la escuela de Frankfurt es un abigarrado taller de herramientas intelectuales donde se puede encontrar un poco de todo: las intuiciones más brillantes se codean con las amalgamas más precarias, y una crítica extremadamente perspicaz de la modernidad y sus condiciones de desenvolvimiento se ve mezclada con un empecinamiento utópico abocado al dogmatismo. Todo ello bañado en una atmósfera de virtuosismo y de elitismo intelectual que sellaba el extrañamiento definitivo entre los “intelectuales orgánicos” y la gente corriente. O lo que es decir, entre la intelligentsia progresista y el pueblo.
Cosmópolis utópica
La escuela de Frankfurt ofrece una gran paradoja: partiendo del marxismo – o más bien, de una interpretación “humanista” de la obra del “joven Marx” – sus teóricos preparaban el terreno para la ideología orgánica de la globalización neoliberal. El primer puente entre ambos mundos tiene mucho que ver con el fetiche ideológico de estos intelectuales: la idea de utopía. Para la escuela de Frankfurt, la utopía no es un “día del Juicio” o fin de la historia en el sentido marxista – el advenimiento de una sociedad sin clases –, sino que, insuflando una nota de realismo, admiten que si bien nunca alcanzaremos la Salvación o Redención final, el mantenimiento del Ideal – el sueño de la Redención – es un bien en sí mismo, puesto que nos impele a una mejora indefinida de la Humanidad. Es el “principio esperanza” definido por el filósofo Ernst Bloch. Bajo el baremo implacable de la Utopía, el presente se ve así sometido a una acusación perpetua, se ve impelido a avanzar por la senda del cosmopolitismo y de la “tolerancia” en pos del (siempre distante) espejismo utópico. Pero no se trata aquí de una utopía colectivista del tipo de la “sociedad comunista” del marxismo clásico. Desde el momento en que se vincula a una idea de “felicidad” personal, la utopía frankfurtiana concierne sobre todo al individuo. Lo que nos conduce al segundo gran puente con el neoliberalismo.
Que la “felicidad” como reivindicación individual es un viejo fetiche del liberalismo, es algo que no requiere grandes demostraciones. Basta con leerlo en la Constitución de los Estados Unidos. La aportación de la Escuela de Frankfurt consistió en encauzar hacia esa reivindicación una parte del capital teórico del marxismo, remodelándolo como una especie de filosofía “humanista” y relegando sus enfoques de clase y sus aspiraciones revolucionarias. La llave maestra para ello consistió en el descubrimiento del “joven Marx” – el de los “Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844”– con sus “inclinaciones utópicas y su visión de un hombre nuevo y liberado del egotismo, de la crueldad y de la alienación. La revolución contra el capitalismo se sustituyó por algo parecido a un intento de transformación de la condición humana. El socialismo pasaba así a identificarse con una forma de tratar a la gente, más que con un modelo institucional y político”.[5] Aquí se consuma el auténtico entierro del marxismo.
Frente a las categorías materialistas y positivistas del marxismo – empeñadas en una analogía con las ciencias naturales –, la “Escuela de Frankfurt” enfatizaba los elementos éticos, subjetivos e individuales de la “teoría crítica”, de forma que ésta se configuraba como una teoría general de la transformación social, a su vez espoleada por un deseo de “liberación” entendida en sentido individual. La “liberación” y la “emancipación” eclipsaban así el objetivo de la revolución y se fundían en el horizonte utópico de una “felicidad” orientada al desarrollo personal. No es extraño que Wilhelm Reich – con sus trabajos sobre sexología– o Erich Fromm – con obras como “El concepto de hombre en Marx”– alcanzaran gran popularidad y fueran ampliamente leídos en los medios radicales norteamericanos.
¿Qué quedaba entonces del marxismo? Una retórica, una jerga académica, una dialéctica opresores/oprimidos, una cáscara de romanticismo subversivo al servicio del único sistema que, de hecho, hace tangible ese grial utópico de la “liberación” individual indefinida: el liberalismo libertario en lo cultural, el neoliberalismo en lo económico; lo que es decir: el capitalismo en su estadio final de desarrollo.
Del posmarxismo al neoliberalismo
La primera regla de la guerra cultural es saber leer al enemigo. El legado de la escuela de Frankfurt es demasiado rico como para ser arrojado en el cómodo saco del “marxismo cultural”; de hecho, buena parte de sus postulados admiten una lectura “de derecha”. El caso más evidente – e interesante – es la perspectiva “antiprogresista” desarrollada por una parte de esta escuela.
Una de las paradojas de la teoría frankfurtiana consiste en su crítica sistemática de la modernidad. En realidad, se trata de la única crítica de la modernidad y de la idea de “progreso” que haya sido formulada desde la izquierda, o al menos desde una tradición no conservadora o no reaccionaria. Posiblemente sea también la más brillante de las realizadas hasta la fecha. La experiencia de Auschwitz y la consiguiente ruina del optimismo progresista son las bases sobre las que se construye la obra seminal de Max Horkheimer y Theodor Adorno: “Dialéctica de la Ilustración”. En esa obra, lo que ambos autores vienen a decir es que, después de todo, tal vez el precio a pagar por “el progreso” sea demasiado alto, y que los ideales racionalistas, cuando son absolutizados, revierten en su opuesto: en un nuevo irracionalismo. En su enfoque crítico sobre la Ilustración, ambos autores rechazan la narrativa tradicional que se focalizaba sobre la evolución de las instituciones, las ideas políticas o el progreso tecnológico, y se centran en una crítica antropológica: los daños causados por el despliegue de la razón instrumental en una sociedad totalmente administrada, con sus corolarios de reificación y alienación de la persona. Desde esa perspectiva, el panorama de la modernidad y del progreso podía ser muy sombrío. Hay por lo tanto en la Escuela de Frankfurt una apertura hacia un cierto conservadurismo cultural.[6] No en vano Horkheimer señalaba que, así como hay cosas que deben ser transformadas, hay otras que deben ser preservadas, y que un verdadero revolucionario está más cerca de un verdadero conservador que de un fascista o de un comunista.
Pero aceptadas estas premisas, la diferencia con una auténtica “crítica de derecha” es clara: allí donde ésta hubiera puesto el énfasis en la denuncia de la uniformización cultural, el desarraigo identitario y la ruptura del vínculo comunitario (fenómenos todos ellos impulsados por la modernidad), Horkheimer y Adorno tienen un enfoque individualista: la denuncia de la pérdida de “autonomía” personal, el rechazo a los “procesos de dominación” que afligen al individuo. Sea como fuere, la crítica frankfurtiana a la modernidad sigue siendo una píldora dura de tragar para la vulgata progresista y el “pensamiento positivo” de nuestra época. Por eso mismo continúa siendo una aportación insoslayable para todos aquellos que, ya sea desde la derecha o desde la izquierda, desean acometer una deconstrucción teórica de la modernidad, la Ilustración y el “progreso”.
Pero el genio del liberalismo consiste en su capacidad para absorber todas las críticas, su habilidad para transformarlas en “oposición controlada”. El éxito de la “teoría crítica” frankfurtiana marcó su integración en las instituciones, algo que los propios Horkheimer y Adorno habían ya previsto cuando señalaban que, en la medida en que una obra gana en popularidad, su impulso radical se ve integrado dentro del sistema. El liberalismo desechó la parte más auténticamente subversiva de la Escuela de Frankfurt – la crítica de la razón instrumental, el análisis sobre la desacralización del mundo, la reivindicación de los valores no económicos, la denuncia del consumismo, el rechazo a la mercantilización de la cultura, la advertencia sobre la pérdida de “sentido” – y adoptó sus postulados más individualistas y libertarios de “emancipación” y de rechazo a la “dominación” ejercida por la familia, el Estado y la iglesia. La “dialéctica negativa” desarrollada por la Escuela de Frankfurt sirvió así de instrumento a toda una generación de radicales americanos y europeos empeñados en una reconfiguración profunda de la sexualidad, la educación y la familia.
A un nivel teórico más profundo, la “dialéctica negativa” frankfurtiana enlazaba sin solución de continuidad con una nueva generación más radical y carente de los escrúpulos “conservadores” de Horkheimer y sus amigos: la generación del posmodernismo y del post–estructuralismo, de Foucault y de Derrida, de la deconstrucción y de la ideología de género. A partir de los años 1970 se sentarían las bases de una nueva cultura y de un “hombre nuevo”.
Quedaba expedito el camino hacia el neoliberalismo.
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[1] John Fonte, Investigador del Instituto Hudson (Washington), acuñó en 2001 el término “progresismo transnacional” para dirigirse a la ideología de la post–guerra fría. Se trata de una de las mejores descripciones de la ideología mundialista realizadas hasta la fecha. Según Fonte, entre las creencias promovidas por esta ideología figuran: 1) promover las identidades de grupo (género, etnia) sobre las identidades individuales; 2) una visión maniquea de opresores/oprimidos; 3) una promoción de las minorías oprimidas a través de cuotas; 4) la adopción de los valores de estas minorías por parte de las instituciones; 5) el inmigracionismo; 6) la promoción de la “diversidad” frente a la idea de asimilación en países de destino; 7) la redefinición de la democracia para acomodar la representación de las minorías; 8) la deconstrucción “posmoderna” de las naciones occidentales, y su sustitución por el multiculturalismo.
https://www.hudson.org/content/researchattachments/attachment/254/transnational_progressivism.pdf
[2] Para esta clasificación nos apoyamos, de forma bastante libre, en la obra magistral de Jean–Yves Le Gallou y Michel Geoffroy, Dictionnaire de Novolangue. Ces 1000 mots qui vous manipulent. Via Romana 2015, pp. 10–11.
[3] Catherine Belsey, Poststructuralism. A very Short Introduction. Oxford University Press 2002, pp.97–98.
[4] Adriano Erriguel, Vivir en Progrelandia. Mayo del 68 y su legado. www.elmanifiesto.com
[5] Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short introduction. Oxford University Press 2011, p. 48.
[6] Es lo que el crítico cultural británico Jonathan Bowden llamaba el “secreto íntimo” de la Escuela de Frankfurt. Jonathan Bowden, Frankfurt School Revisionism. https://www–counter–currents.com)
El libro “Dialéctica de la Ilustración” de Adorno y Horkheimer fue una influencia mayor en los orígenes de la corriente de ideas conocida como la “Nueva derecha” francesa.
*Publicado por ElManifiesto.com – Adriano Erriguel nació en Ciudad de México hace más de cuatro décadas, en familia de ascendencia española. Estudió derecho y ciencias políticas. Abogado y consultor en ejercicio, ha residido y trabajado en diferentes países europeos. Desde hace años ejerce una labor de crítica literaria y de ensayo en el campo de la historia de las ideas, desde una perspectiva que él se empeña en llamar «metapolítica». Su área de atención preferente son las corrientes intelectuales marginales, alternativas y ajenas a los consensos ideológicos imperantes. Su ambición es ir trazando una cartografía intelectual de los focos de rebelión que, desde una perspectiva antimoderna o posmoderna, se enfrentan a la corrección política y al pensamiento único.
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