"... una oenegé, casualmente radicada en Londres, fundada por un oficial de inteligencia británico y financiada al alimón por George Soros y USAID (o sea, la CIA), denuncia ataques químicos que nadie ha visto y que difícilmente pueden ser producto de unas tropas gubernamentales que ya han conquistado el terreno..."
15
de abril de 2018
SERTORIO
Ya
está: el claudicante Trump ha vuelto a plegarse ante las exigencias
del verdadero poder en Estados Unidos y a traicionar el prudente
aislacionismo jeffersoniano de sus votantes. Los bombardeos de Siria,
de los que a estas alturas no sabemos si van a continuar o pararán
con el estúpido despliegue de estas últimas horas, son una agresión
innecesaria con un fin no definido frente a una ofensa no comprobada.
Salvo por el gasto en munición y el trabajo que proporciona al
complejo militar-industrial yanqui, motivo que no es baladí en estas
aventuras del gran gorila de la Casa Blanca, no vemos ningún
propósito de interés nacional estadounidense en esta salvajada
aérea. El infame Gobierno que atribula a España no ha tardado en
unirse al coro de los lustrabotas al mentir por boca del cipayo
Mariano y considerar esta barbaridad como una acción "legítima
y proporcionada".
Si
los bombardeos paran pronto, el daño hecho a las estructuras
militares de Siria será grave, pero no impedirá la victoria del
Gobierno legítimo de al-Assad sobre los mercenarios wahabíes
teledirigidos por Washington y Riad. Si continúan los ataques –como
sucedió en Libia–, pueden frustrar lo hecho por Damasco, Moscú y
Teherán en los últimos años: consolidar un Estado viable y fuerte
en Siria, una unidad política soberana y civilizada en medio del
caos político desencadenado en Oriente Próximo por la
administración Obama en 2011.
La
justificación del ataque es la de siempre: una oenegé, casualmente
radicada en Londres, fundada por un oficial de inteligencia británico
y financiada al alimón por George Soros y USAID (o sea, la CIA),
denuncia ataques químicos que nadie ha visto y que difícilmente
pueden ser producto de unas tropas gubernamentales que ya han
conquistado el terreno. Como en el caso de las armas de destrucción
masiva de Iraq o las violaciones y torturas en el Kuwait ocupado por
Saddam, el protocolo de actuación nunca cambia (ya nadie se acuerda
de la niña kuwaití, la "testigo" que denunció en 1990
ante los parlamentarios yanquis la barbarie de las tropas iraquíes,
a la que asistió mientras estudiaba en Londres, prodigioso caso de
bilocación). Siempre que se trata del Deep State, la verdad es lo de
menos. Unas lágrimas bien lloradas en la pantalla bastan. Eso sí,
todavía esperamos ver las imágenes de los centenares de víctimas
de los bombardeos humanitarios de los últimos veinticinco años:
civiles de los refugios antiaéreos de Bagdad, afganos masacrados en
bodas y fiestas, libios carbonizados por los demócratas en Sirte,
Trípoli y Bengasi.
En Francia e Inglaterra las prefieren con burka |
Salvo
sembrar el caos, único propósito discernible en la política de
Washington, no alcanzamos a entender esta infame acción del
Pentágono. El régimen sirio es el único que garantiza a
cristianos, drusos, alauíes, chiitas y sunníes la libertad de culto
y la igualdad jurídica y política. Los mercenarios afganos, saudíes
y "europeos" que combaten a sueldo de Riad pretenden
imponer un régimen como el saudí o peor, con uno o varios emiratos
yihadistas en Damasco, Homs y Alepo, por ejemplo. El triunfo de las
bandas salafistas sobre el Gobierno de al-Assad daría lugar a una
masacre de cristianos, alauíes y hasta sunnitas, pues el sufismo
goza de gran popularidad en Siria y es anatema para el credo de los
ulama hanbalitas de Riad. Pero, además, con esta acción, Trump
alimenta el aventurerismo saudí, enredado en una guerra en el Yemen,
donde sus tropas están haciendo el ridículo frente a la resistencia
popular encabezada por los hutíes. Sólo su supremacía aérea le
permite mantenerse en un país firmemente chiita, donde las tropas
saudíes sufren reveses militares continuos que recuerdan mucho a los
de los italianos de Mussolini en Grecia.
Arabia
Saudí cuenta con dos argumentos muy poderosos en su favor: dinero y
petróleo. Pero no deja de ser otro débil emirato como Kuwait o
Bahrein, sólo que con unas dimensiones físicas enormes. Las
alianzas tribales que dieron estabilidad al reino de Ibn Saud han
saltado por los aires con la política del actual rey y de su
príncipe heredero. Las luchas por el poder en Riad están lejos de
haber acabado. La costa de al-Hassa, el corazón petrolero de la
monarquía, albergan una mayoría chiita que, como en el caso de
Bahréin, tasca con impaciencia el freno de la represión saudí. Y
eso por no hablar de los millones de inmigrantes que pueden servir de
fermento para cualquier revolución. Quizá sea un síntoma de esa
debilidad interna la agresividad de su política exterior, que
contradice la tradicional cautela de otros reinados y pugna
irresponsablemente con Teherán por ser el hegemón del Golfo. La
República Islámica iraní es un Estado-nación sólido, con una
tradición de milenios y una conciencia étnica y religiosa
extremadamente firme, que fue capaz de superar y vencer un desafío
de la gravedad de su guerra con Irak en los años ochenta. Arabia
Saudí es una nación ficticia, un negocio de los especuladores
petrolíferos, un despotismo familiar en plena hybris al que la
Historia puede barrer con un soplido. Como Austria-Hungría con
Alemania, las aventuras de un socio menor, de una monarquía
decadente, pueden arrastrar a Estados Unidos y a Europa a la
catástrofe.
No
nos engañemos: las guerras no se ganan desde el aire. Y menos con
una nación dispuesta a no dejarse masacrar por las hordas
yihadistas. Estados Unidos tendría que emplearse abiertamente, con
un mínimo de setenta mil soldados pie en tierra, para derribar el
régimen de al-Assad. Si se atreve, tendremos una III Guerra Mundial.
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