Alberto Buela
"Hoy que en nuestra sociedad de consumo donde las imágenes han reemplazado a los conceptos nos encontramos con que los artistas son, en definitiva, los que plasman en imágenes los conceptos..."
En una sociedad como la
nuestra, de consumo, opulenta para pocos, cuyo dios es el mercado, la imagen
reemplazó al concepto. Es que se dejo de leer para mirar, aun cuando rara vez
se ve.
Y
así los artistas, actores, cantantes, locutores y conductores televisión han
reemplazado a los intelectuales.
Este
reemplazo viene de otro más profundo; cuando los intelectuales, sobre todo a
partir de la
Revolución Francesa, vinieron a remplazar a los filósofos. Es
cierto que siguió habiendo filósofos, pero el tono general de estos últimos dos
siglos marca su desaparición pública.
El
progresismo, esa enfermedad infantil de la socialdemocracia, se caracteriza en
asumir la vanguardia como método y no como lucha, como sucedía con el viejo
socialismo. Aún existe en Barcelona el viejo diario La Vanguardia.
La
vanguardia como método quiere decir que para el progresista hay que estar,
contra viento y marea, siempre en la cresta de la ola. Siempre adelante, en la
vanguardia de las ideas, las modas, los usos, las costumbres y las actitudes.
El
hombre progresista se sitúa siempre en el éxtasis temporal del futuro, ni el
presente, ni mucho menos el pasado tiene para él significación alguna, y si la
tuviera siempre está en función del futuro. No le interesa el ethos de la Nación histórica, incluso
va contra este carácter histórico-cultural. Y esto es así, porque el
progresista es su propio proyecto. Él se instala siempre en el futuro pues ha
adoptado la vanguardia como método. Nadie ni nada puede haber delante de él, de
lo contrario dejaría de ser progresista. Así se explica que el progresista no
se pueda dar un proyecto de país ni de nación porque éste se ubicaría delante
de él, lo cual implica y le crea una contradicción.
Y
así como nadie puede dar lo que no tiene, el progresista no puede darse ni
darnos un proyecto político porque él mismo es su proyecto político.
El
hombre progresista, al ser aquél que dice sí a toda novedad que se le propone encuentra
en los artistas sus intelectuales. Hoy que en nuestra sociedad de consumo donde
las imágenes ha reemplazado a los conceptos nos encontramos con que los
artistas son, en definitiva, los que plasman en imágenes los conceptos. Y la
formación del progresista consiste en eso, en una sucesión de imágenes truncas
de la realidad. El homo festivus, figura emblemática del progresismo,
del que hablan pensadores como Muray o Agulló, encuentra en el artista a su
ideólogo.
El
artista lo libera del esfuerzo de leer (hábito que se pierde irremisiblemente)
y del mundo concreto. El progresista no quiere saber sino solo estar enterado.
Tiene avidez de novedades. Y el mundo es “su mundo” y vive en la campana de
cristal del los viejos almacenes de barrio donde las moscas (el pueblo y sus
problemas) no podían entrar.
Los
progresistas porteños viven en Puerto Madero, no en Parque Patricios.
La
táctica de los gobiernos progresistas es transformar al pueblo en “la gente”,
esto es, en público consumidor, con lo cual el pueblo deja de ser el agente
político principal de toda comunidad, para cederle ese protagonismo a los mass
media, como ideólogos de las masas y a los artistas, como ideólogos de sus
propias élites.
Este
es un mecanismo que funciona a dos niveles: a) en los medios masivos de
comunicación cientos
periodistas y locutores, esos analfabetos culturales locuaces, según acertada expresión de
Paul Feyerabend
(1924-1994) nos dicen qué debemos hacer y cómo debemos pensar. Son los
mensajeros del “uno anónimo” de Heidegger que a través del dictador “se”,
se dice, se piensa, se obra, se viste, se come, nos sume en la existencia
impropia. b) a través de los artistas como traductores de conceptos a imágenes
en los teatros y en los cines y para un público más restringido y con mayor
poder adquisitivo: para los satisfechos del sistema.
El
artista cumple con su función ideológica dentro del progresismo porque canta
los infinitos temas de la reivindicación: el matrimonio gay, el aborto, la
eutanasia, la adopción de niños por los homosexuales, el consumo de marihuana y
coca, la lucha contra el imperialismo, la defensa del indigenismo, de los
inmigrantes, de la reducción de las penas a los delincuentes, un guiño a la
marginalidad y un largo etcétera. Pero nunca le canta a la inseguridad en las
calles, la prostitución, la venta de niños, el turismo pedófilo, la falta de
empleo, el creciente asesinato y robo de las personas, el juego por dinero, de
eso no se habla como la película de Mastroiani. En definitiva, no ve los
padecimientos de la sociedad sino sus goces.
El
artista como actor representa todas aquellas obras de teatro en donde se
representa lo políticamente correcto. Y en este sentido, como dice
Vittorio Messori, en primer lugar está el denigrar a la Iglesia, al orden social,
a las virtudes burguesas de la moderación, la modestia, el ahorro, la limpieza,
la fidelidad, la diligencia, la sensatez, haciéndose la apología de sus
contrarios.
No
hay actor que no se rasgue las vestiduras hablando de las víctimas judías del
Holocausto, aunque nadie representa a las cristianas ni a las gitanas.
Así,
si representan a Heidegger lo hacen como un nazi y si a Stalin como un maestro
en humanidad. Al Papa siempre como un verdugo y a las monjas como pervertidas,
pero a los prestamistas como necesitados y a los proxenetas liberadores.
Ya no más representaciones del Mercader de Venecia, ni de la Bolsa de Martel. El director
que osa tocar a Wagner queda excomulgado por la policía del pensamiento.
En
el orden local si representan al Martín Fierro quitan la payada y duelo con el
Moreno. Si al general Belgrano, lo presentan como doctor. A Perón como un
burgués y a Evita como una revolucionaria. Aun cuando la figura emblemática de
todo actor es el Che Guevara.
Toda
la hermenéutica teatral está penetrada por el psicoanálisis teñido por la
lógica hebrea de Freud y sus cientos de discípulos. Lógica que se resuelve en
el rescate del “otro” pero para transformarlo en “lo mismo”, porque en el
corazón de esta lógica “el otro”, como Jehová para Abraham, es vivido como
amenaza y por eso en el supuesto rescate lo tengo que transformar en “lo mismo”.
Es
que el artista está educado en la diferencia, lo vemos en su estrafalaria
vestimenta y conducta. Él se piensa y se ve diferente pero su producto termina
siendo un elemento más para la cohesión homgeneizadora de todas las diferencias
y alteridades. Es un agente más de la globalización cultural.
El
pluralismo predicado y representado termina en la apología del totalitarismo
dulce de las socialdemocracias que reducen nuestra identidad a la de todos por
igual.
Finalmente,
el mecanismo político que está en la base de esta disolución del otro, como lo
distinto, lo diferente, es el consenso. En él, funciona el simulacro del “como
sí” kantiano. Así, le presto el oído al otro pero no lo escucho. Se produce una
demorada negación del otro, porque, en definitiva, busco salvar las diferencias
reduciéndolo a “lo mismo”.
Esta
es la razón última por la cual nosotros venimos proponiendo desde hace años la teoría
del disenso, que nace de la aceptación real y efectiva del principio de la
diferencia, y tiene la exigencia de poder vivir en esa diferencia. Y este es el
motivo por el cual se necesita hacer metapolítica: disciplina que encierra la exigencia de identificar
en el área de la política mundial, regional o nacional, la diversidad
ideológica tratando de convertir dicha diversidad en un concepto de comprensión
política, según la sabia opinión
del politólogo Giacomo Marramao.
El disenso debería ser el primer paso para hacer
política pública genuina y la metapolítica el contenido filosófico y axiológico
del agente político.
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