La manipulación del temor se ha convertido en una fuerza propulsora de la política mundial. ¿Es esto parte de la arremetida sistémica para generar un gobierno global?...
El ariete del miedo
Por Enrique Lacolla
La manipulación del temor se ha convertido en una fuerza propulsora de la política mundial. ¿Es esto parte de la arremetida sistémica para generar un gobierno global?
El mundo actual es complejo y sus coordenadas tienen por fuerza que ser incomprensibles para quienes lo viven -o lo sufren- si no cuentan con una visión panorámica que abarque sus características generales. Este suele ser el caso, sin embargo, de la mayoría de la gente, que padece sus envites y remolinos sin representarse bien lo que está pasando. La política y la información suelen estar tan sesgadas a favor de los intereses dominantes que esa comprensión se hace casi imposible. Un texto abarcador, por breve y en consecuencia simplista que sea, siempre puede ser útil. Para quienes lo leen, y para quien lo escribe, pues le permite ordenarse otra vez resumiendo lo percibido y reasumiéndolo de nuevo como plataforma para desentrañar la realidad.
El punto inicial es percibir el conjunto como unidades de tiempo y distinguir en ellas las tendencias dominantes que marcaron su curso. Hay muchas definiciones. Dejamos de lado las que están influidas en forma manifiesta por los intereses de parte y recitan la Vulgata de la democracia formal, con la eterna lucha entre el bien y el mal, abstraída de las circunstancias históricas. Entre las otras formas de acercarse a nuestro tiempo, elegimos la del materialismo histórico. La clásica es la de Eric Hobsbawm, que define a nuestra época como “la era de los extremos” y se refiere al “siglo XX corto” como el contenido en el espacio cronológico que va de 1914 a 1989, aproximadamente. También está la de Giovanni Arrighi, que habla del “siglo XX largo” y se remonta a los albores de la Edad Moderna para examinar el desarrollo del capitalismo, el fenómeno que más profundamente ha modificado el planeta desde el surgimiento de las sociedades organizadas. Y asimismo la de Samir Amin,[1] que pone el énfasis en la crítica sistemática del capitalismo. Se nos ocurre que la más pertinente a los fines de esta nota es la de Hobsbawm, pues ofrece un espacio más manejable y provisto de rasgos más reconocibles para el público, aunque no es necesario que se hayan de compartir todos sus puntos de vista.
El hecho fundamental sobre el que se asienta nuestra época es la crisis de senectud del modelo capitalista y la necesidad de encontrarle una alternativa que permita continuar la expansión tecnológica y económica sin poner al mundo al filo de la explosión. El punto crítico en esta ecuación es a su vez la necesidad de establecer algún tipo de gobierno mundial que no esté gravado por los rasgos que identifican al sistema capitalista: la concentración inclemente de la ganancia en base a su principio fundador, la maximización de esta, no importa cuál sea el precio que los seres humanos hayan de pagar por ella. Esta hipótesis, que enfatiza la legitimidad del predominio del más fuerte, hizo carrera en diversos uniformes ideológicos, pero es quintaesencial al sistema. Esta misma hipótesis es, sin embargo, la del modelo que sigue estando en vigencia, propulsado por los centros de poder, que persisten en la instalación de un sistema supranacional de libre mercado caracterizado por el desarrollo desigual.
No hay duda de que, al reparo del capitalismo, se produjeron desarrollos económicos y científicos espectaculares que dinamizaron al mundo, arrancándolo de la lentitud con que había estado evolucionando. Pero a la vez tensó la cuerda hasta el punto de ruptura y hoy es el día en que sigue estirándola al proponer un esquema unitario global fundado en ese mismo principio. De concretarse esa aspiración, la polarización distintiva del sistema implicaría el reino de la desigualdad absoluta y nos llevaría al fin de la historia, pero no en la acepción de Francis Fukuyama –que advertía sobre la aparición de una suerte de era del aburrimiento, con un poder central dispensador de dádivas o represión policíaca, según los casos- sino en la de una sucesión de estallidos que podrían arrastrar a todos por igual.
Nuestro tiempo puede ser definido justamente por este rasgo central, la lucha por la hegemonía y, simultáneamente, por los motivos ideológicos que se infiltraron en esa disputa primaria y que en algunos casos profundizaron esta y en otros intentaron inyectarle un principio de coherencia superadora del caos. Estos son los aspectos que hacen a nuestra época tan terrible e interesante a la vez.
Imperialismos
La lucha por la hegemonía mundial moderna preexistía a la primera guerra mundial, pero fue esta la que la hizo explícita. El mapa se dividió, entre 1914 y 1945, entre las potencias establecidas, que intentaban conservar lo ganado, y las potencias emergentes, que ponían en discusión esa supremacía. Las primeras residían en Europa, en Gran Bretaña y Francia básicamente, y las segundas se fueron articulando en unos pocos estados europeos que intentaron modificar el sistema. Alemania en lo esencial, e Italia en segunda fila, arribadas con retardo a su revolución burguesa, intentaron recuperar el tiempo perdido y en algún momento se lanzaron al asalto de la fortaleza. Otras potencias exteriores a Europa, sin embargo, se constituirían en las ganadoras de esta disputa civil europea; Estados Unidos, en primer término, expresión del sistema capitalista más concentrado, beneficiario de una posición geopolítica envidiable y emblemático del concepto de Nación-continente, avanzaría hasta constituirse en la primera superpotencia del mundo. Rusia, por su parte, replicaría a marchas forzadas esa evolución, en condiciones muchísimo más difíciles, y Japón, por su lado, daría una expresión distorsionada al despertar de los pueblos coloniales cuando se lanzó a fundar una Esfera de Coprosperidad Asiática en la cual el Imperio nipón asumía las veces de los imperios europeo y norteamericano.
El choque se produjo en primer término en Europa, donde Alemania puso en tela de juicio, por su peso económico, su poder militar y su disciplina social, al predominio franco-británico. Situada en el centro del continente, disfrutaba de unas líneas de comunicación internas que le permitían aplicar presión militar en el oriente y en el occidente sin exagerar su despliegue logístico. Gran Bretaña era la potencia mandante en el bando aliado, que integraba a Francia y a Rusia, y hacía tiempo que veía el crecimiento alemán como una amenaza a ese equilibrio de poderes en el cual ella había representado durante siglos el fiel de la balanza, cosa que le permitía ejercer una primacía de hecho en los asuntos mundiales.
La dinámica implícita en estas rivalidades acarreó el estallido de la guerra cuando se produjo una situación propicia, como fue el asesinato de Sarajevo. El choque militar derivó a una situación de impasse, que se rompió primero al producirse la revolución de 1917 en Petrogrado, que sustraería a Rusia del conflicto y permitiría que Alemania volcase todo su esfuerzo sobre el frente occidental; y poco después con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, que dotó al bando aliado de un peso específico y de un material humano que iba a cerrar las brechas abiertas entre los contendientes europeos por la irracional guerra de desgaste. La victoria aliada, sin embargo, no fue aprovechada para efectuar un reordenamiento racional del planeta.
Veinte años más tarde el mismo escenario se repitió, a escala mucho más grande todavía. Adolfo Hitler libró una batalla contra el tiempo al pretender configurar a su país como una nación-continente, similar los mismos Estados Unidos y a la Unión Soviética. La locura de su pretensión residía en su descabellado voluntarismo y en el mito de la superioridad biológica de la raza alemana, que cegaron cualquier posibilidad de reclutar a la población no germánica al servicio de su idea. Cuatro años antes de su muerte en el bunker de la cancillería de Reich, Hitler se había suicidado invadiendo a Rusia a fin de poner en práctica sus aspiraciones a expensas de la población eslava.
Estados Unidos salió como el único auténtico vencedor de la segunda guerra mundial y esto sentó su preponderancia. La Unión Soviética, desangrada y técnicamente más atrasada que el poder norteamericano, sólo hasta cierto punto podía contrabalancearlo. Después de de treinta años de “guerra fría” la URSS en definitiva se reveló incapaz de igualar el dinamismo del bloque occidental liderado por Washington. Vaciada de los contenidos ideológicos que la habían impregnado en sus orígenes y que habían servido de modelo a la rebelión de muchos pueblos coloniales después de la guerra, se derrumbó sobre sí misma.
El eclipse del último contendiente de peso que se plantaba frente al modelo anglosajón de concentración capitalista, dio a este la convicción de que el camino estaba expedito para implantar una hegemonía por la que trabajaba desde los ’70, desde el momento en que los reaganomics, la escuela de Chicago y el consenso de Washington habían lanzado un programa económico dirigido a abolir las conquistas del “Estado Benefactor”. Estas se habían articulado en Occidente como expediente para pacificar su frente interior, muy conmovido por la guerra, salvo en Estados Unidos, y enfrentar a Rusia.
La financiarización de la economía, su énfasis en lo especulativo antes que en lo productivo; la agresión contra el Estado en tanto este podía funcionar como elemento equilibrante y moderador entre las clases y el crecimiento tecnológico que minaba las bases sobre las que se había asentado la anterior sociedad al reducir el empleo y envolver al mundo en una red de comunicaciones instantáneas, cambiaron las coordenadas de la situación mundial. La ambición hegemónica estuvo siempre presente en el bloque anglosajón, expresivo de las tendencias más radicales del sistema capitalista. La caída de la URSS suministró la ocasión tan deseada de uniformar el planeta de acuerdo a los criterios de los grupos que concentran el dinero y con él monopolizan los campos de la economía, la tecnología, el poder político, el espacio comunicacional y, lo último pero no lo menos importante, el poder militar.
La terapia del electroshock
“La terapia del shock” denominó Naomi Klein [2], siguiendo una frase acuñada por Eduardo Galeano, a la forma en que el sistema dominante tuvo y tiene de asentar su poder. A partir de los ’70 una serie de experimentos en desestabilización se cebaron en Indonesia y en los países de América latina, creando las condiciones para el derrocamiento de los gobiernos populares y para la implantación de las dictaduras militares que aplicaron por la fuerza los principios del librecambio y la abolición de la función del Estado como elemento moderador de la lucha entre las clases, reservándole tan sólo la potestad policial, de la que hicieron uso a una escala sin precedentes. La floración de una inestabilidad fogoneada por el simplismo político de los sectores extremistas de la guerrilla suministró el pretexto para los golpes de Estado, que abrieron el camino a la opción represiva, cuya oleada barrió con la insurgencia pero también con las estructuras sindicales y con los parámetros defensivos de las sociedades sometidas a ese tratamiento. Cuando las dictaduras agotaron su función, se consintió el paso a la instalación de unas democracias domesticadas, que permitían al sistema global salvar la cara y que no hacían sino refrendar legalmente el curso asumido por los regímenes de fuerza que las habían precedido.
El modelo neoliberal avanzó sin trabas por el mundo, erradicando resistencias y reduciendo a los sectores populares a condiciones de indefensión sin paralelo en el pasado. La oleada pareció quebrarse al cambiar el siglo, como consecuencia de las revueltas anárquicas que provocó en América latina, por ejemplo; pero estas no llegaron a concretarse en una efectiva reversión del modelo salvo en contados países, como Venezuela y Ecuador, que no disponen de un peso geoestratégico suficiente como para crear una alternativa. Una década más tarde, la crisis del modelo implantado por la Escuela de Chicago se hizo aun más patente, al determinar la implosión del mercado de capitales en Estados Unidos y la extensión de ese cataclismo al resto del mundo.
Ahora bien, ¿estamos frente a una crisis sistémica determinada por las contradicciones del capitalismo, o estamos asistiendo a otro capítulo de la terapia del shock? Por aventurado que pueda parecer, nos decantaríamos más bien por la segunda hipótesis. La metodología probada, a escala nacional o regional, en la década de 1970, podría extenderse, en alas de la crisis económica, a todo el globo, a fin de instaurar un gobierno mundial que se ejerza, manu militari, sobre el conjunto de la sociedad moderna.
El terrorismo se ha convertido en el tema recurrente de la doctrina de la seguridad mundial que manejan los centros de poder. ¿Pero se trata de un terrorismo espontáneo, o es inducido por el sistema? La guerrilla sirvió, en los ’70, para ayudar a confinar a los movimientos de corte nacional y popular en un vacío político al desacreditarlos por el ejercicio marginal de una violencia que estaba fuera de escala respecto de los objetivos que se proponía. Ahora el fantasma del Terror, con mayúscula, suministra el pretexto para un contraterrorismo de alcances mucho mayores que el del fenómeno al que dice querer combatir.
“Shock and awe”
En el vocabulario militar a veces se expresa la realidad con una crudeza y transparencia que no se suelen encontrar en el ámbito diplomático o político. La guerra lanzada contra Irak en 2003 se realizó bajo el lema del“shock and awe” (shock y temor reverencial). La expresión es reveladora y se conecta con la doctrina que en los ’70 sirvió para poner de rodillas a las clases o a los Estados díscolos respecto al modelo. Hay inclusive un matiz de cierta religiosidad en la frase, como si exigiese la prosternación del sujeto pecador ante la deidad que impone el orden.
El miedo se ha convertido en el invitado de todos los días en los medios de comunicación. Y cada vez abarca a círculos más amplios de gente. Los elementos que producen el caos existen, desde luego. Pero en la maraña informativa que lo ilustra que enfatiza son consecuencias y no las causas que lo producen. Los coches bomba, los terroristas suicidas, el desempleo que crece y alcanza ya a las naciones industrializadas, la inseguridad, la droga, el desorden económico y las plagas que no cesan de aflorar de un tiempo a esta parte a lo largo y a lo ancho del planeta –el sida, la gripe aviar, la gripe porcina, el calentamiento global-, son vectores de miedo a gran escala.
Frente a esta avalancha de informaciones nefastas, ¿no llegará el momento en que la opinión mayoritaria, poco predispuesta al análisis circunstanciado de los problemas, reclame un solo gobierno mundial para oponerse al caos general que se instala en el planeta?
El fomento de la ansiedad y la incertidumbre puede ser el expediente maestro para lograr ese punto de ruptura psicológica [3]. La crisis económica en este sentido puede fungir como detonante de una etapa de inestabilidad creciente, que sin embargo no provocará cambios sistémicos porque en principio el sistema dominante no cree tener que vérselas con una oposición político-militar e ideológica capaz de sostener la apuesta.
Hay unas expresiones de Henry Kissinger que resumen, velándolo apenas, este punto de vista. “En definitiva –dice Kissinger- la tarea principal es definir y formular las preocupaciones generales de la mayoría de los países, así como de todos los grandes Estados respecto de la crisis económica, teniendo en cuenta el temor a una Jihad terrorista… De inmediato esto debería ser acordado en relación a una acción estratégica… Así los Estados Unidos y sus socios potenciales se otorgarán una oportunidad única para transformar este instante de crisis en una visión cargada de esperanza…”
Este objetivo se asemeja, salvando las diferencias determinadas por las distintas circunstancias históricas y por la evolución cultural que se ha producido, a la desaforada pretensión hitleriana de imponer por la fuerza un Nuevo Orden en Europa. Pero la tentativa actual en el sentido de disciplinar el planeta generando un totalitarismo de nuevo género (militar, tecnológico, espacial, informático, económico, comunicacional, cultural y político), es mucho más abarcadora que la del nazismo, y se envuelve además en una apariencia de espontaneidad que la hace doblemente peligrosa. La multiplicación indiscriminada de la información, su confusa distribución y la inserción eventual de puntos de vista que escapan a la ideología dominante pero que naufragan en la multiplicidad oceánica de una oferta informativa inabarcable, dan a esta una apariencia de espontaneidad que la hace mas creíble. Ello tiende a paralizar la capacidad de intelección del público y convertirlo en una marioneta de los dueños del sistema, haciéndolo dócil a los impulsos que le caen encima.
Los Estados Unidos, otrora reducto de una legalidad republicana que funcionaba por cierto a favor de las clases poseyentes, pero que poseía un código de justicia que imponía ciertos límites a los excesos del poder económico, está en tren de perder sus preciadas libertades civiles, mientras la Reserva Federal sigue determinando el curso de la economía mundial, con escasa ingerencia del poder político.
Es significativo que, en medio de la barahúnda, no se haya pensado en ningún momento en reducir los gastos militares. De hecho el presupuesto militar de Estados Unidos ha sido incrementado una vez más, a pesar de que representa ya más que los gastos que en ese rubro se generan en el resto del mundo. Al paso que vamos, la crisis que sacude a las grandes potencias puede desembocar en una dislocación geopolítica mundial, que brindará la ocasión de hacer “productiva” esa inversión y ofrecerá una oportunidad –riesgosa, pero oportunidad al fin-, de mantener la preponderancia norteamericana y arribar, por ese expediente, a acelerar los ritmos de un gobierno mundial que tendría, desde luego, a Washington como centro irradiante del poder.
Sobran los escenarios para desencadenar el conflicto e incluso hacer aparecer a EE.UU. como víctima de una agresión ante su propia opinión pública. Un ataque terrorista en gran escala contra Norteamérica, la cambiante situación de Pakistán y el pretexto que brindaría la posible amenaza de su armamento nuclear; Irán y las tensiones en el área del Golfo, el Cáucaso y el Asia central son polvorines a cielo abierto. La réplica o los remezones que los estallidos en esos lugares podrían provocar, no tienen porqué disuadir a los grupos anónimos que configuran la estrategia global de seguir adelante para salvaguardar los fundamentos de su hegemonía planetaria. Envueltos en su invisibilidad o su carácter inasible, esos núcleos de poder se convierten en un deus ex machina ciego, incapaz de sentir el peso de su propia responsabilidad.
Compete a las élites políticas y militares del planeta, sin embargo, comprender lo que está pasando y esforzarse por frenar la deriva hacia el caos, disfrazada de proyecto de un orden mundial que no puede ser, de hecho, otra cosa que un monumental desorden.
[1] Samir Amin: El capitalismo en la era de la globalización, págs. 17 a l9. Paidós 1999, Barcelona.
[2] Naomi Klein: La doctrina del Shock. El auge del capitalismo del desastre. Paidós 2007, Barcelona.
[3] Citado por Olga Chetvérikova en Une crise utilisée comme moyen pour instaurer un État totalitaire mondial, Global Research del 2 de mayo de 2009.
Fuente: www.enriquelacolla.com
(lo resaltado en negrita o en color NO está en el original)
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Por Enrique Lacolla
La manipulación del temor se ha convertido en una fuerza propulsora de la política mundial. ¿Es esto parte de la arremetida sistémica para generar un gobierno global?
El mundo actual es complejo y sus coordenadas tienen por fuerza que ser incomprensibles para quienes lo viven -o lo sufren- si no cuentan con una visión panorámica que abarque sus características generales. Este suele ser el caso, sin embargo, de la mayoría de la gente, que padece sus envites y remolinos sin representarse bien lo que está pasando. La política y la información suelen estar tan sesgadas a favor de los intereses dominantes que esa comprensión se hace casi imposible. Un texto abarcador, por breve y en consecuencia simplista que sea, siempre puede ser útil. Para quienes lo leen, y para quien lo escribe, pues le permite ordenarse otra vez resumiendo lo percibido y reasumiéndolo de nuevo como plataforma para desentrañar la realidad.
El punto inicial es percibir el conjunto como unidades de tiempo y distinguir en ellas las tendencias dominantes que marcaron su curso. Hay muchas definiciones. Dejamos de lado las que están influidas en forma manifiesta por los intereses de parte y recitan la Vulgata de la democracia formal, con la eterna lucha entre el bien y el mal, abstraída de las circunstancias históricas. Entre las otras formas de acercarse a nuestro tiempo, elegimos la del materialismo histórico. La clásica es la de Eric Hobsbawm, que define a nuestra época como “la era de los extremos” y se refiere al “siglo XX corto” como el contenido en el espacio cronológico que va de 1914 a 1989, aproximadamente. También está la de Giovanni Arrighi, que habla del “siglo XX largo” y se remonta a los albores de la Edad Moderna para examinar el desarrollo del capitalismo, el fenómeno que más profundamente ha modificado el planeta desde el surgimiento de las sociedades organizadas. Y asimismo la de Samir Amin,[1] que pone el énfasis en la crítica sistemática del capitalismo. Se nos ocurre que la más pertinente a los fines de esta nota es la de Hobsbawm, pues ofrece un espacio más manejable y provisto de rasgos más reconocibles para el público, aunque no es necesario que se hayan de compartir todos sus puntos de vista.
El hecho fundamental sobre el que se asienta nuestra época es la crisis de senectud del modelo capitalista y la necesidad de encontrarle una alternativa que permita continuar la expansión tecnológica y económica sin poner al mundo al filo de la explosión. El punto crítico en esta ecuación es a su vez la necesidad de establecer algún tipo de gobierno mundial que no esté gravado por los rasgos que identifican al sistema capitalista: la concentración inclemente de la ganancia en base a su principio fundador, la maximización de esta, no importa cuál sea el precio que los seres humanos hayan de pagar por ella. Esta hipótesis, que enfatiza la legitimidad del predominio del más fuerte, hizo carrera en diversos uniformes ideológicos, pero es quintaesencial al sistema. Esta misma hipótesis es, sin embargo, la del modelo que sigue estando en vigencia, propulsado por los centros de poder, que persisten en la instalación de un sistema supranacional de libre mercado caracterizado por el desarrollo desigual.
No hay duda de que, al reparo del capitalismo, se produjeron desarrollos económicos y científicos espectaculares que dinamizaron al mundo, arrancándolo de la lentitud con que había estado evolucionando. Pero a la vez tensó la cuerda hasta el punto de ruptura y hoy es el día en que sigue estirándola al proponer un esquema unitario global fundado en ese mismo principio. De concretarse esa aspiración, la polarización distintiva del sistema implicaría el reino de la desigualdad absoluta y nos llevaría al fin de la historia, pero no en la acepción de Francis Fukuyama –que advertía sobre la aparición de una suerte de era del aburrimiento, con un poder central dispensador de dádivas o represión policíaca, según los casos- sino en la de una sucesión de estallidos que podrían arrastrar a todos por igual.
Nuestro tiempo puede ser definido justamente por este rasgo central, la lucha por la hegemonía y, simultáneamente, por los motivos ideológicos que se infiltraron en esa disputa primaria y que en algunos casos profundizaron esta y en otros intentaron inyectarle un principio de coherencia superadora del caos. Estos son los aspectos que hacen a nuestra época tan terrible e interesante a la vez.
Imperialismos
La lucha por la hegemonía mundial moderna preexistía a la primera guerra mundial, pero fue esta la que la hizo explícita. El mapa se dividió, entre 1914 y 1945, entre las potencias establecidas, que intentaban conservar lo ganado, y las potencias emergentes, que ponían en discusión esa supremacía. Las primeras residían en Europa, en Gran Bretaña y Francia básicamente, y las segundas se fueron articulando en unos pocos estados europeos que intentaron modificar el sistema. Alemania en lo esencial, e Italia en segunda fila, arribadas con retardo a su revolución burguesa, intentaron recuperar el tiempo perdido y en algún momento se lanzaron al asalto de la fortaleza. Otras potencias exteriores a Europa, sin embargo, se constituirían en las ganadoras de esta disputa civil europea; Estados Unidos, en primer término, expresión del sistema capitalista más concentrado, beneficiario de una posición geopolítica envidiable y emblemático del concepto de Nación-continente, avanzaría hasta constituirse en la primera superpotencia del mundo. Rusia, por su parte, replicaría a marchas forzadas esa evolución, en condiciones muchísimo más difíciles, y Japón, por su lado, daría una expresión distorsionada al despertar de los pueblos coloniales cuando se lanzó a fundar una Esfera de Coprosperidad Asiática en la cual el Imperio nipón asumía las veces de los imperios europeo y norteamericano.
El choque se produjo en primer término en Europa, donde Alemania puso en tela de juicio, por su peso económico, su poder militar y su disciplina social, al predominio franco-británico. Situada en el centro del continente, disfrutaba de unas líneas de comunicación internas que le permitían aplicar presión militar en el oriente y en el occidente sin exagerar su despliegue logístico. Gran Bretaña era la potencia mandante en el bando aliado, que integraba a Francia y a Rusia, y hacía tiempo que veía el crecimiento alemán como una amenaza a ese equilibrio de poderes en el cual ella había representado durante siglos el fiel de la balanza, cosa que le permitía ejercer una primacía de hecho en los asuntos mundiales.
La dinámica implícita en estas rivalidades acarreó el estallido de la guerra cuando se produjo una situación propicia, como fue el asesinato de Sarajevo. El choque militar derivó a una situación de impasse, que se rompió primero al producirse la revolución de 1917 en Petrogrado, que sustraería a Rusia del conflicto y permitiría que Alemania volcase todo su esfuerzo sobre el frente occidental; y poco después con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, que dotó al bando aliado de un peso específico y de un material humano que iba a cerrar las brechas abiertas entre los contendientes europeos por la irracional guerra de desgaste. La victoria aliada, sin embargo, no fue aprovechada para efectuar un reordenamiento racional del planeta.
Veinte años más tarde el mismo escenario se repitió, a escala mucho más grande todavía. Adolfo Hitler libró una batalla contra el tiempo al pretender configurar a su país como una nación-continente, similar los mismos Estados Unidos y a la Unión Soviética. La locura de su pretensión residía en su descabellado voluntarismo y en el mito de la superioridad biológica de la raza alemana, que cegaron cualquier posibilidad de reclutar a la población no germánica al servicio de su idea. Cuatro años antes de su muerte en el bunker de la cancillería de Reich, Hitler se había suicidado invadiendo a Rusia a fin de poner en práctica sus aspiraciones a expensas de la población eslava.
Estados Unidos salió como el único auténtico vencedor de la segunda guerra mundial y esto sentó su preponderancia. La Unión Soviética, desangrada y técnicamente más atrasada que el poder norteamericano, sólo hasta cierto punto podía contrabalancearlo. Después de de treinta años de “guerra fría” la URSS en definitiva se reveló incapaz de igualar el dinamismo del bloque occidental liderado por Washington. Vaciada de los contenidos ideológicos que la habían impregnado en sus orígenes y que habían servido de modelo a la rebelión de muchos pueblos coloniales después de la guerra, se derrumbó sobre sí misma.
El eclipse del último contendiente de peso que se plantaba frente al modelo anglosajón de concentración capitalista, dio a este la convicción de que el camino estaba expedito para implantar una hegemonía por la que trabajaba desde los ’70, desde el momento en que los reaganomics, la escuela de Chicago y el consenso de Washington habían lanzado un programa económico dirigido a abolir las conquistas del “Estado Benefactor”. Estas se habían articulado en Occidente como expediente para pacificar su frente interior, muy conmovido por la guerra, salvo en Estados Unidos, y enfrentar a Rusia.
La financiarización de la economía, su énfasis en lo especulativo antes que en lo productivo; la agresión contra el Estado en tanto este podía funcionar como elemento equilibrante y moderador entre las clases y el crecimiento tecnológico que minaba las bases sobre las que se había asentado la anterior sociedad al reducir el empleo y envolver al mundo en una red de comunicaciones instantáneas, cambiaron las coordenadas de la situación mundial. La ambición hegemónica estuvo siempre presente en el bloque anglosajón, expresivo de las tendencias más radicales del sistema capitalista. La caída de la URSS suministró la ocasión tan deseada de uniformar el planeta de acuerdo a los criterios de los grupos que concentran el dinero y con él monopolizan los campos de la economía, la tecnología, el poder político, el espacio comunicacional y, lo último pero no lo menos importante, el poder militar.
La terapia del electroshock
“La terapia del shock” denominó Naomi Klein [2], siguiendo una frase acuñada por Eduardo Galeano, a la forma en que el sistema dominante tuvo y tiene de asentar su poder. A partir de los ’70 una serie de experimentos en desestabilización se cebaron en Indonesia y en los países de América latina, creando las condiciones para el derrocamiento de los gobiernos populares y para la implantación de las dictaduras militares que aplicaron por la fuerza los principios del librecambio y la abolición de la función del Estado como elemento moderador de la lucha entre las clases, reservándole tan sólo la potestad policial, de la que hicieron uso a una escala sin precedentes. La floración de una inestabilidad fogoneada por el simplismo político de los sectores extremistas de la guerrilla suministró el pretexto para los golpes de Estado, que abrieron el camino a la opción represiva, cuya oleada barrió con la insurgencia pero también con las estructuras sindicales y con los parámetros defensivos de las sociedades sometidas a ese tratamiento. Cuando las dictaduras agotaron su función, se consintió el paso a la instalación de unas democracias domesticadas, que permitían al sistema global salvar la cara y que no hacían sino refrendar legalmente el curso asumido por los regímenes de fuerza que las habían precedido.
El modelo neoliberal avanzó sin trabas por el mundo, erradicando resistencias y reduciendo a los sectores populares a condiciones de indefensión sin paralelo en el pasado. La oleada pareció quebrarse al cambiar el siglo, como consecuencia de las revueltas anárquicas que provocó en América latina, por ejemplo; pero estas no llegaron a concretarse en una efectiva reversión del modelo salvo en contados países, como Venezuela y Ecuador, que no disponen de un peso geoestratégico suficiente como para crear una alternativa. Una década más tarde, la crisis del modelo implantado por la Escuela de Chicago se hizo aun más patente, al determinar la implosión del mercado de capitales en Estados Unidos y la extensión de ese cataclismo al resto del mundo.
¿estamos frente a una crisis sistémica determinada por las contradicciones del capitalismo, o estamos asistiendo a otro capítulo de la terapia del shock?
Ahora bien, ¿estamos frente a una crisis sistémica determinada por las contradicciones del capitalismo, o estamos asistiendo a otro capítulo de la terapia del shock? Por aventurado que pueda parecer, nos decantaríamos más bien por la segunda hipótesis. La metodología probada, a escala nacional o regional, en la década de 1970, podría extenderse, en alas de la crisis económica, a todo el globo, a fin de instaurar un gobierno mundial que se ejerza, manu militari, sobre el conjunto de la sociedad moderna.
El terrorismo se ha convertido en el tema recurrente de la doctrina de la seguridad mundial que manejan los centros de poder. ¿Pero se trata de un terrorismo espontáneo, o es inducido por el sistema? La guerrilla sirvió, en los ’70, para ayudar a confinar a los movimientos de corte nacional y popular en un vacío político al desacreditarlos por el ejercicio marginal de una violencia que estaba fuera de escala respecto de los objetivos que se proponía. Ahora el fantasma del Terror, con mayúscula, suministra el pretexto para un contraterrorismo de alcances mucho mayores que el del fenómeno al que dice querer combatir.
“Shock and awe”
En el vocabulario militar a veces se expresa la realidad con una crudeza y transparencia que no se suelen encontrar en el ámbito diplomático o político. La guerra lanzada contra Irak en 2003 se realizó bajo el lema del“shock and awe” (shock y temor reverencial). La expresión es reveladora y se conecta con la doctrina que en los ’70 sirvió para poner de rodillas a las clases o a los Estados díscolos respecto al modelo. Hay inclusive un matiz de cierta religiosidad en la frase, como si exigiese la prosternación del sujeto pecador ante la deidad que impone el orden.
El miedo se ha convertido en el invitado de todos los días en los medios de comunicación. Y cada vez abarca a círculos más amplios de gente. Los elementos que producen el caos existen, desde luego. Pero en la maraña informativa que lo ilustra que enfatiza son consecuencias y no las causas que lo producen. Los coches bomba, los terroristas suicidas, el desempleo que crece y alcanza ya a las naciones industrializadas, la inseguridad, la droga, el desorden económico y las plagas que no cesan de aflorar de un tiempo a esta parte a lo largo y a lo ancho del planeta –el sida, la gripe aviar, la gripe porcina, el calentamiento global-, son vectores de miedo a gran escala.
Frente a esta avalancha de informaciones nefastas, ¿no llegará el momento en que la opinión mayoritaria, poco predispuesta al análisis circunstanciado de los problemas, reclame un solo gobierno mundial para oponerse al caos general que se instala en el planeta?
El fomento de la ansiedad y la incertidumbre puede ser el expediente maestro para lograr ese punto de ruptura psicológica [3]. La crisis económica en este sentido puede fungir como detonante de una etapa de inestabilidad creciente, que sin embargo no provocará cambios sistémicos porque en principio el sistema dominante no cree tener que vérselas con una oposición político-militar e ideológica capaz de sostener la apuesta.
Hay unas expresiones de Henry Kissinger que resumen, velándolo apenas, este punto de vista. “En definitiva –dice Kissinger- la tarea principal es definir y formular las preocupaciones generales de la mayoría de los países, así como de todos los grandes Estados respecto de la crisis económica, teniendo en cuenta el temor a una Jihad terrorista… De inmediato esto debería ser acordado en relación a una acción estratégica… Así los Estados Unidos y sus socios potenciales se otorgarán una oportunidad única para transformar este instante de crisis en una visión cargada de esperanza…”
Este objetivo se asemeja, salvando las diferencias determinadas por las distintas circunstancias históricas y por la evolución cultural que se ha producido, a la desaforada pretensión hitleriana de imponer por la fuerza un Nuevo Orden en Europa. Pero la tentativa actual en el sentido de disciplinar el planeta generando un totalitarismo de nuevo género (militar, tecnológico, espacial, informático, económico, comunicacional, cultural y político), es mucho más abarcadora que la del nazismo, y se envuelve además en una apariencia de espontaneidad que la hace doblemente peligrosa. La multiplicación indiscriminada de la información, su confusa distribución y la inserción eventual de puntos de vista que escapan a la ideología dominante pero que naufragan en la multiplicidad oceánica de una oferta informativa inabarcable, dan a esta una apariencia de espontaneidad que la hace mas creíble. Ello tiende a paralizar la capacidad de intelección del público y convertirlo en una marioneta de los dueños del sistema, haciéndolo dócil a los impulsos que le caen encima.
Los Estados Unidos, otrora reducto de una legalidad republicana que funcionaba por cierto a favor de las clases poseyentes, pero que poseía un código de justicia que imponía ciertos límites a los excesos del poder económico, está en tren de perder sus preciadas libertades civiles, mientras la Reserva Federal sigue determinando el curso de la economía mundial, con escasa ingerencia del poder político.
Es significativo que, en medio de la barahúnda, no se haya pensado en ningún momento en reducir los gastos militares. De hecho el presupuesto militar de Estados Unidos ha sido incrementado una vez más, a pesar de que representa ya más que los gastos que en ese rubro se generan en el resto del mundo. Al paso que vamos, la crisis que sacude a las grandes potencias puede desembocar en una dislocación geopolítica mundial, que brindará la ocasión de hacer “productiva” esa inversión y ofrecerá una oportunidad –riesgosa, pero oportunidad al fin-, de mantener la preponderancia norteamericana y arribar, por ese expediente, a acelerar los ritmos de un gobierno mundial que tendría, desde luego, a Washington como centro irradiante del poder.
Sobran los escenarios para desencadenar el conflicto e incluso hacer aparecer a EE.UU. como víctima de una agresión ante su propia opinión pública. Un ataque terrorista en gran escala contra Norteamérica, la cambiante situación de Pakistán y el pretexto que brindaría la posible amenaza de su armamento nuclear; Irán y las tensiones en el área del Golfo, el Cáucaso y el Asia central son polvorines a cielo abierto. La réplica o los remezones que los estallidos en esos lugares podrían provocar, no tienen porqué disuadir a los grupos anónimos que configuran la estrategia global de seguir adelante para salvaguardar los fundamentos de su hegemonía planetaria. Envueltos en su invisibilidad o su carácter inasible, esos núcleos de poder se convierten en un deus ex machina ciego, incapaz de sentir el peso de su propia responsabilidad.
Compete a las élites políticas y militares del planeta, sin embargo, comprender lo que está pasando y esforzarse por frenar la deriva hacia el caos, disfrazada de proyecto de un orden mundial que no puede ser, de hecho, otra cosa que un monumental desorden.
[1] Samir Amin: El capitalismo en la era de la globalización, págs. 17 a l9. Paidós 1999, Barcelona.
[2] Naomi Klein: La doctrina del Shock. El auge del capitalismo del desastre. Paidós 2007, Barcelona.
[3] Citado por Olga Chetvérikova en Une crise utilisée comme moyen pour instaurer un État totalitaire mondial, Global Research del 2 de mayo de 2009.
Fuente: www.enriquelacolla.com
(lo resaltado en negrita o en color NO está en el original)
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