25 de agosto de 2017

Para entender a Laclau


Laclau señala nuevos movimientos y minorías con inmenso potencial revolucionario: feminismos, ecologismos, minorías étnicas y sexuales... Escribe sin ambages que, para que estos movimientos sean plenamente efectivos, hay que crearles un enemigo común al que puedan odiar...


Ese enemigo puede adquirir diferentes máscaras coyunturales; pero en último término alude al orden cristiano.


Por el odio a la hegemonía

Juan Manuel de Prada

Aunque sus burdos detractores se obstinen en presentarlos como una jarca de perroflautas ignaros, los dirigentes de Podemos son sin duda alguna nuestros políticos más leídos; y, sobre todo, los que mayor aprovechamiento sacan de sus lecturas.

Seguramente el autor que más haya influido a los dirigentes de Podemos (con permiso de Maquiavelo) sea Ernesto Laclau. Este verano he aprovechado para leerlo y penetrar en el meollo de su propuesta política, extraordinariamente desasosegante. En Hegemonía y estrategia socialista, obra escrita en colaboración con Chantal Mouffe, Laclau dispensa vituperios a todo pensador que trate de buscar vías democráticas al socialismo, desde Habermas a Touraine, pasando por Giddens. Y frente a las corrientes de filosofía política que abogan por una democracia de tipo “consensual”, postula que la supervivencia de la izquierda requiere el «establecimiento de una nueva hegemonía».

Laclau reconoce sin rebozo que el proletariado 
ya no puede ser protagonista de la revolución

 Aquí el lenguaje de Laclau se torna oscuro, se retuerce y enturbia, recurre a la elipsis y el circunloquio para disimular sus intenciones. Pero la lectura atenta de su obra nos permite descifrar finalmente sus palabras: Laclau aspira a alcanzar esa hegemonía a través de un «juego que elude el concepto», en donde «los jugadores no llegan a ser plenamente explícitos». Para Laclau, la «nueva lógica política» exige difuminar los conceptos y recurrir constantemente al engaño. ¿Y cómo se logra ese engaño? Laclau reconoce sin rebozo que el proletariado ya no puede ser protagonista de la revolución. En cambio, señala nuevos movimientos y minorías con inmenso potencial revolucionario: feminismos, ecologismos, minorías étnicas y sexuales, etcétera. Y afirma que sus reivindicaciones deben ser rearticuladas como «relaciones de opresión (…) de las que puede surgir un antagonismo». Es decir, Laclau considera que hay que halagar a feministas, homosexuales, ecologistas o musulmanes; y, al mismo tiempo, alimentar su odio y resentimiento (el “antagonismo”), para alcanzar el poder azuzando sus insaciables reivindicaciones.

Troskomapuchismo en acción
  
A Laclau no le interesa solucionar los problemas sociales, sino enervarlos, exacerbarlos, para luego sacarles rédito político. Por supuesto, sabe que una sociedad alimentada por los antagonismos es una sociedad hórrida e inhabitable; pero, a su juicio, sólo esa sociedad enviscada como un nido de áspides permitirá construir la hegemonía y conquistar del poder. En La razón populista, su obra más emblemática, Laclau se permite ser más explícito cuando escribe sin ambages que, para que estos movimientos sean plenamente efectivos, hay que crearles un enemigo común al que puedan odiar: «Lo que hace posible la mutua identificación entre los miembros es la hostilidad común hacia algo o hacia alguien». Por supuesto, ese enemigo puede adquirir diferentes máscaras coyunturales; pero en último término alude al orden cristiano.

Laclau quiere crear una sociedad sobre el disolvente de la discordia. Nada que ver, pues, con una auténtica comunidad política, sino más bien con su antípoda: una anticomunidad de hombres envenenados de odio y conflictividad que serán utilizados por los demagogos. Podemos, en efecto, ha leído con gran aprovechamiento a Laclau. Resulta muy revelador que, a la vez que ignora las reivindicaciones clásicas de los trabajadores (aunque los enardezca con sus soflamas), promueva todo tipo de iniciativas para halagar a homosexuales, feministas, ecologistas o musulmanes, que son los tontos útiles –unidos en la hostilidad contra un enemigo común– que permitirán crear una “sociedad antagónica”, paso previo para alcanzar la hegemonía.

Publicado en ABC el 12 de agosto de 2017.

Fuente. religionenlibertad


6 de agosto de 2017

El "relato", también en España.

CONSTRUYENDO UNA SOCIEDAD HISTÉRICA



Las ‘Trece rosas’: una historia donde nada es rosa

José Javier Esparza

La izquierda española, para seguir manteniendo su hegemonía ideológica, necesita reescribir continuamente su historia y deformarla.

La capacidad de la izquierda para construir leyendas es realmente admirable. El caso de las llamadas “trece rosas” es un perfecto ejemplo. Empezando por la circunstancia de que a esas mujeres fusiladas en 1939 se las considere socialistas cuando, en realidad, eran comunistas. Pero para entender adecuadamente el capítulo, en el que nada es rosa, conviene ponerlo en su contexto.

Cuando acabó la guerra civil, el Partido Socialista Obrero Español estaba literalmente triturado, dividido en al menos cuatro facciones. Hay que recordar que el último acto de la contienda es una batalla intestina en el bando del Frente Popular: a un lado, el Consejo de Defensa de Madrid, liderado por Besteiro con el coronel Casado y el anarquista Cipriano Mera; al otro, el gobierno Negrín, entregado al Partido Comunista y cuyos principales líderes ya habían huido del país. Aquella batalla no fue cosa menor: hubo cerca de 2.000 muertos. Sobre esta ruptura se añadió inmediatamente otra en el exilio: los socialistas de Indalecio Prieto, por un lado, contra los de Negrín, que a estas alturas ya había sido expulsado del PSOE. Prieto y Negrín no peleaban por razones ideológicas, sino por controlar el tesoro expoliado y expatriado por los jerarcas republicanos para sufragar su exilio. El PSOE nunca se recuperará de estos desgarros, y por eso su trayectoria bajo el franquismo fue tan poco relevante. Pero aun antes había habido otra ruptura, esta de mayores consecuencias: la de las Juventudes Socialistas, que fueron el instrumento de Moscú para fagocitar al PSOE.

Recordemos sumariamente los hechos: desde abril de 1936, con el protagonismo de Santiago Carrillo y por instrucción directa de Moscú, las organizaciones juveniles del partido socialista y del partido comunista se fusionan en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Cuando estalla la guerra, los militantes de las JSU ingresan en masa en las llamadas Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas, la organización paramilitar del Partido Comunista, a la que tan pronto veremos en el frente como en la represión ejecutada en la retaguardia. Finalmente, en noviembre de 1936 y bajo la dirección personal de Santiago Carrillo, las JSU rompen con el PSOE y se pasan al Partido Comunista. Las JSU, por tanto, eran una organización dependiente del PCE, enteramente subordinado a su vez a la Komintern y al Partido Comunista de la Unión Soviética, cuyo líder, por si alguien ha olvidado, era Stalin. Todas estas cosas son bien sabidas y los propios protagonistas las han contado reiteradas veces. Es asombroso que aun sea preciso recordarlas.

Ahora con la democracia: Santiago Carrillo
y el Rey Juan Carlos, durante la Transición

Cuando acabó la guerra civil, en abril de 1939, los principales cuadros del Partido Comunista ya estaban en el extranjero. Primero en Francia, pero París proscribió a los comunistas después del pacto de Stalin con Hitler (agosto de 1939), así que casi todos acabaron en Moscú. Cerca de un millar de personas se instalaron en la capital soviética. Meses antes, en junio, Santiago Carrillo había publicado su célebre carta contra su propio padre, el socialista Wenceslao, de la facción de Besteiro, acusándole de traición. Los socialistas –decía entre otras cosas Santiago Carrillo- habían dejado en la cárcel a millares de comunistas para que las tropas de Franco los encontraran allí al entrar en Madrid. Eso era verdad. La carta tenía por objeto exculpar al PCE –y sobre todo al propio Santiago- de responsabilidad en la derrota y romper cualquier lazo entre el PCE y el PSOE. Consiguió su objetivo, aunque a Carrillo le costaría recuperar su posición en la cúpula de un PCE cuyo buró político se reunía en Moscú en un ambiente de tempestad. No era para menos: José Díaz, el ya muy quebrantado secretario general, acusaba de traición a las JSU, es decir, a Carrillo.

El episodio de las “trece rosas” tiene que inscribirse en este contexto. En el verano de 1939, lo que ha quedado del PCE en España es menos que nada: los que no han huido, han sido ejecutados por las socialistas en el golpe de Besteiro y Casado –véase el caso de Barceló- o están presos y esperando juicio o paredón. El primer intento de reconstrucción del partido en torno a Matilde Landa es frustrado de inmediato por la policía (Matilde fue condenada a muerte, pero una intervención del filósofo García Morente, ya sacerdote, la salvó del paredón). Acto seguido toma su testigo Cazorla, viejo camarada de Carrillo en los días de Paracuellos, pero con la misma rapidez es delatado desde el interior. Son episodios que he documentado abundantemente en “El libro negro de carrillo” (Libros Libres, Madrid, 2010). En Madrid permanecen, sin embargo, núcleos menores de las JSU, que sienten la necesidad de multiplicar las acciones para evitar la acusación de traición que se formula contra ellos. Ahora bien, esos sectores que aún quedan en la capital son los más vinculados a la represión roja en retaguardia, dirigidos por líderes de tercer o cuarto nivel y prácticamente sin comunicación con la cúpula de la organización, que está en el extranjero. Son tales líderes los que, supuestamente, tramaron el asesinato de Isaac Gabaldón a finales de julio de 1939.

El comandante Isaac Gabaldón, guardia civil, estaba adscrito al Servicio de Información Militar de Gutiérrez Mellado y era encargado del Archivo de Logias, Masonería y Comunismo, es decir, un puesto clave de la represión de posguerra. Fue asesinado en la carretera de Talavera junto a su hija (Pilar, 16 años) y su chófer. El asesinato fue imputado a los comunistas, es decir, a las JSU. Hubo una redada que desmanteló los últimos restos del partido comunista en Madrid y llevó al tribunal, primero, y al paredón después, a 56 personas, entre ellas las jóvenes que luego la propaganda comunista bautizará como las “trece rosas”. El mismo día del asesinato, según refiere Piñar Pinedo citando una resolución judicial del 20 de octubre de 1939, apareció en la prisión de Porlier nada menos que Gutiérrez Mellado para excarcelar a uno de los detenidos, el militante comunista Sinesio “el Pionero”, que resultó ser un confidente del SIM. Sólo él se salvó. Y enseguida desapareció para siempre. Todo el episodio del asesinato de Gabaldón y la investigación posterior está lleno de misterios y contradicciones. No es, en todo caso, el objeto de este artículo.

Los 56 detenidos en aquella operación fueron acusados de terrorismo, tanto por el asesinato de Gabaldón como por otras tentativas. Objetivamente, terrorismo era. Después, la mitología de la izquierda española ha convertido a las víctimas, y en particular a las “trece rosas”, en leyenda. La placa que conmemora su muerte dice que “dieron su vida por la libertad y la democracia”. No: dieron su vida –o, más bien, se la quitaron- por la dictadura del proletariado y por la revolución bolchevique, que era en lo que realmente creían. Su historia no carece de valor, como la de todos los que mueren defendiendo sus ideas, pero invocar al efecto “la libertad y la democracia” es un disparate que sobrepasa los límites del ridículo.

La realidad de los hechos es esta: nada en este episodio es rosa, ni en un lado ni en el otro. La represión de posguerra es respuesta directa a la de la guerra, como ocurre en todas las guerras civiles que en el mundo han sido. Reconstruir el episodio como si fuera una película de buenos y malos es un infantil ejercicio de estupidez. Hoy debería ser posible hablar de estas cosas con cierta frialdad. Pero la izquierda española, para seguir manteniendo su hegemonía ideológica, necesita reescribir continuamente su historia y deformarla hasta el punto de convertirla en mitología (con la anuencia cómplice y cobarde de una derecha necia hasta el infinito). Así nos han construido una especie de nuevo santoral donde cada beato tiene su hornacina, y ay de quien ose profanar los altares utilizando palabras inadecuadas. Nada podrá atenuar la pena del reo de blasfemia. Lo próximo será obligar a los culpables a pasear por las calles con sambenito y coroza, para escarnio público. Estamos construyendo la sociedad más histérica de todos los tiempos.

Fuente: La Gaceta-España